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  • Foto del escritorCelia Vázquez García

Historias de cocheros en Cartagena


La primera vez que vinimos a Cartagena y mi hijo más joven era pequeño cuando vio a una novia en un coche de caballos se sorprendió y dijo que la novia iba en una carroza como las princesas. Y no nos sorprendió porque aquí llaman también así a este transporte para turistas y para novios y padrinos de bodas.


En Cartagena de Indias la utilización del coche de caballos no fue una iniciativa criolla sino una manifestación cultural del pueblo español. En este caso del español conquistador, aunque nos pese fue así. Se afianza su uso precisamente cuando se instaura el dominio español y llega un periodo más tranquilo.


Con el tiempo y mucho más recientemente en el tiempo llegó la vocación turística de esta ciudad y de estos coches y sus cocheros se colgó el atardecer que se asomaba a las arcadas, a los balcones, portones, dinteles por donde se colaba la historia de otros tiempos. Muchos hombres que pasaban hambre encontraron su destino en las riendas de un caballo cabalgando al paso de la historia por las callejuelas empedradas y luego asfaltadas de Cartagena. Y lo mismo señalaban a su paso la estatua de Pedro de Heredia en la Plaza de los Coches, donde el Portal de los Dulces, como la de la altiva india Catalina, su amante, en la avenida de Venezuela. La historia está siempre presente y aunque ahora esta ciudad vibre con miles de personas que la visitan al día, no se puede olvidar que vivió más de dos siglos bajo la inquisición española (la religión ha sido la perdición de los pueblos a lo largo de la historia y sigue siéndolo ¿no es cierto? Ahora la guerra contra el infiel la sostienen otros que se creen con legitimidad histórica y que llaman a la movilización y a la utilización del terrorismo en nombre de Alá) y también que hay casas señoriales que recuerdan que Francis Drake vivió aquí durante un breve tiempo o que el mar parece anunciar a veces la llegada de los bucaneros.


Ventana de la Denuncia, en el costado del edificio que alberga el museo del Palacio de la Inquisición, donde se juzgaban los delitos contra la fe y se pueden ver los artefactos de tormento utilizados en aquellos tiempos para obtener las respuestas que los inquisidores deseaban de boca de personas inocentes.



Solamente subí a un coche de caballos para pasear por Cartagena dos veces. El primer año que visité esta ciudad y otra vez con unos amigos que nos visitaron. Después, saliendo de un restaurante un día, en la calle de Tumbamuertos, me di cuenta que un caballo no quería seguir, estaba como aturdido, ya no podía ni con él mismo y arrastraba un coche cargado de humanos con sobrepeso, cinco más un niño pequeño. Me pareció abusivo que el cochero lo maltratase para que siguiese adelante y finalmente el caballo siguió avanzando en la noche casi desmayado. Sin fuerzas. La mirada desconsolada del caballo me dejó abrumada. Ya había advertido en los caballos el abandono de algunos cocheros, pues están flacos, famélicos, se les notan las costillas y los pobres tienen cara de sufrimiento. Parece que se olvidan que es el caballo quien les alimenta y que si no lo cuidan, morirá pronto. y se acabará sus sustento o tendrán que gastar plata para comprar otro.


Pero no todos los cocheros son bárbaros, algunos parecen magos que te transportan al pasado mientras te pasean por las calles de la ciudad amurallada y te cuentan las historias de cada calle o plaza que recorren y de sus casas y balcones de jardines colgantes. Y hablando de historias contaré lo que nos ocurrió en nuestro primer paseo. Alquilamos el carruaje para cuatro personas. Íbamos sentadas cómodamente y escuchando lo que nos contaba el cochero al pasar por las diferentes calles cuando una monja alta y regordeta con hábito blanco se disculpó por subirse con nosotros con una amplia sonrisa y se sentó a mi lado. Atendía a lo que el cochero nos iba relatando como si fuese la primera vez que paseaba por la ciudad. No dije nada porque entendí que podía apetecerle el paseo pero posiblemente no se podía permitir pagar un carruaje para ella sola. Estas monjas tienen una edad indeterminada pero podría tener treinta y tantos. O posiblemente su porte severo a pesar de la sonrisa primera me diese a entender que era mayor de lo que en realidad era.


Cuando estábamos llegando a la Plaza de San Diego, donde se encuentra el Hotel Santa Clara y la Facultad de Bellas Artes, se apeó sin decir nada y se despidió de nosotros saludando con la mano de manera indecisa y desapareció por la calle de la Carbonera cuando advertí que se había dejado un pañuelo pequeño blanco con unas iniciales bordadas con primor en el mismo color: JHS. Cuando quise llamar su atención y tomé el pañuelo en mi mano inmediatamente me acordé que estas iniciales aparecían casi todas las estampitas de la comunión de mis amigas y en las mías: Significaba "Jesús el Salvador de los Hombres". No podía ser otra cosa. Cuando le dije al cochero que el pañuelo se lo dejaría a él por si la monja venía a buscarlo me contestó que prefería que no lo dejase añadiendo que esta monja se aparecía de vez en cuando y actuaba de la misma manera siempre y que le había contado doña Judith Porto, una señora que sabía mucho sobre Cartagena, de las hazañas históricas y de aparecidos en el cortinaje de sombras de la noche. Me sorprendió muchísimo pero sentí gran curiosidad por conocerla. Me dijo que ya era mayor pero que tenía una gran vitalidad y una memoria prodigiosa. La casa donde había nacido en la calle Baloco se había convertido en la Casa cultural Judith Porto de González.


Intenté ponerme en contacto con ella pero desistí por el momento cuando leí en la prensa en esos días que su hija había muerto. Parece que se suicidó tras una discusión con unos parientes y se lanzó al vacío desde el octavo piso del edificio Valparaíso, en Bocagrande. Tenía cincuenta años y estaba medicada para tratar su caso depresivo. ¡Qué tragedia para esa madre de noventa y seis años!


Por el momento trataría de conseguir sus libros y buscar entre sus cuentos alguno que tuviese relación con una monja o un convento.


¡Por fin lo encontré! Se titulaba ¡Al convento! y se incluía en su colección de cuentos Al filo de la leyenda. En el cuento nos trasladábamos al año 1811, año en que Cartagena lucharía por su independencia. Comenzaba con un caballero de amplia capa negra y sombrero que golpeaba de forma insolente el aldabón de un convento y se atrevía a interrumpir la paz de la calle y sus vecinos. Volvió a golpear la puerta y esta vez informó a la madre superiora, a quien se dirigía, que era el castellano del fuerte de San Sebastián del Pastelillo, don Álvaro de Enciso y Fuenmayor. Sor Angélica corrió el cerrojo y este caballero entró con su hija María Pilar diciéndole a la monja que su hija prefería la toca y el claustro a obedecerle por lo que la traía a este convento para que no hablase tras las rejas con su enamorado. Su padre consideraba una deshonra para su familia que tuviese este tipo de relación con un traidor faccioso. Mientras hablaba, su hija insistía que el joven no era un traidor. Lógicamente este caballero le consideraba traidor porque, en su opinión, tramaba contra el gobierno de España. Su hija no estaba de acuerdo porque veía que los nacidos en el país no gozaban de los mismos privilegios que los españoles. El castellano del fuerte de San Sebastián estaba indignado por el comportamiento de su hija y advertía a la monja que tuviesen cuidado con ella porque se podría fugar escalando las tapias del convento. Don Álvaro pensó en su mujer muerta y lo que hubiera pensado de su hija y así se lo manifestó a ésta. María del Pilar rápidamente le recordó que su madre era prima de Manuel Rodríguez Torices y que estaría de su parte y la defendería. Dando a entender que su madre apoyaría la lucha por la independencia como su primo y el joven amado por su hija. El padre se enfureció pero la monja se interpuso entre los dos y calmó los ánimos asegurándole a Don Álvaro que la pondría bajo la custodia de la monja más recta de la orden, Sor Fernanda. Esta monja alta, gruesa, altiva y severa no dejaba pasar una. Según se contaba fue llevada al convento por su padre hacía ya bastantes años porque se enamoró de alguien inferior a su alto rango.


Pasados unos días Sor Fernanda quiere conocer las cuitas de María del Pilar porque en el fondo siente pena por ella tras enterarse del motivo por el que su violento padre la había recluido en el convento. La joven no había querido hablar con nadie en toda la semana y tampoco quiso apenas comer. le pregunta de buena manera y la joven finalmente le cuenta las penas que ahogan su corazón entre lágrimas. Sor Fernanda se conmueve y le pregunta cómo se llama él. Cuando le responde que Henrique de Ayos y Lozano la monja suelta una exclamación religiosa, se santigua a la vez y repite el nombre que acaba de escuchar. La joven entiende que lo debe conocer y le pregunta a lo que la monja responde que era su hermano menor que ella cuidaba y que lloró desconsolado cuando la vio marchar al convento. Y a continuación le pidió que la ayudase, estaba segura que Henrique la esperaba. Sor Fernanda no podía permitir que su hermano perdiese a otra persona amada del mismo modo y al día siguiente, a mediodía, las campanas de la iglesia junto al convento comenzaron a doblar a muertos. La gente se preguntaba qué había pasado y desde el convento informaron que una postulante había muerto de repente, tras quejarse de un dolor agudo en el corazón. Sor Fernanda la estaba velando porque la enterrarían al día siguiente. Las monjas a distancia del ataúd cantan un réquiem tristísimo. La abadesa dispuso que al entrar la noche se cerrase el ataúd y se pase a la iglesia para velarlo allí hasta la mañana siguiente donde se le cantará misa de cuerpo presente pues ya el padre y los hermanos de la difunta vinieron y lloraron a sus pies.


Cuando les tocaba cambiar el turno a las monjas para rezar el réquiem a la muerta, sor Fernanda aprovecha el momento y dice que se apresuren, que tienen poco tiempo... La muerta se levanta y de las ramas del almendro del jardín del claustro trepa hasta la ventana de la celda del convento el hermano de Sor Fernanda, a quien besa las manos. Ella da la bendición a ambos mientras bajan por las ramas del almendro para dirigirse a la iglesia de la Trinidad, donde les espera fray Pedro para unirles en matrimonio. Sor Fernanda cierra inmediatamente la tapa del ataúd justo cuando el grupo de monjas del siguiente turno aparece en el umbral de la puerta para rezar el réquiem...


De si se enteró la familia de la joven de lo ocurrido no se sabe pero parece que no, al menos durante años... Lo que si se cuenta es que Sor Fernanda, a los pocos días, apareció muerta en su celda con una especie de sonrisa dibujada por el rictus de la muerte. Y que a veces vaga por Cartagena en busca de parejas infelices para ayudarlas y si no las encuentra deja un pañuelo olvidado en el asiento de los carruajes a los que se sube discretamente...


Todo lo escrito está basado en dos libros maravillosos sobre Cartagena, sobre todo el de Gustavo Tatis Guerra titulado La ciudad amurallada Y el de Judith Porto de González titulado Al filo de la leyenda.

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