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  • Foto del escritorCelia Vázquez García

El hotel de Lovaina

Con esa capacidad que tenía de echarse la vida a la espalda y mirar de frente al destino, tras perder a su marido volvió pronto a trabajar, pues decidió que iría a la reunión que su empresa de biotecnología le tenía agendada desde antes del lamentable accidente. Esto la ayudaría a sobrellevar su duelo.


Silvia era una de esas personas que sonreían cuando hablaban y que utilizaban un tono de voz suave y palabras que sonaban sinceras. Caía bien, por cercana y amable, aunque no se compartiesen sus ideas u opiniones. Por eso su jefe confiaba plenamente en sus gestiones internacionales. Su amabilidad no significaba que sus posturas fuesen blandas, ni a veces moderadas. Se trataba de su talante conciliador. Era una mujer franca y directa.


El día de su llegada a Lovaina el ambiente era frío, como era normal en esas fechas de marzo y tras registrarse en el hotel y dejar su equipaje, cogió un taxi para llegar a tiempo a la reunión. Le gustaba ser puntual.


Ya había anochecido cuando regresó al hotel y subió directamente a su habitación porque quería darse una ducha para entrar en calor y después, acostarse pronto. A la mañana siguiente le esperaba otro día de intenso trabajo. Deshizo el equipaje en cuanto entró y se preparó para la ducha.


Al salir, se secó bien frotando su piel con la toalla de forma enérgica y se puso un pijama de invierno muy confortable. Se sentía más relajada y fresca y se acercó a la cama para meterse bajo esas sábanas tersas, de un algodón de altísima calidad del que solo parecían disponer los hoteles. Sin embargo, al momento advirtió que en el cuarto había un intenso olor a amoníaco que antes de ducharse no percibió. Se acercó a los muebles para olerlos, al pequeño frigorífico, abrió el armario, los cajones de la cómoda, pero no acertaba a descubrir de dónde provenía el olor.


Pensó en la señora de la limpieza, probablemente se habría dejado un paño impregnado en amoniaco por algún lado. Revisó otra vez el baño, el armario, pero ya no olía como antes. Finalmente se vistió de nuevo y bajó a la recepción del hotel situada en la planta baja, para ver qué le decían sobre ese olor que inundaba la habitación.


Allí se encontraban el recepcionista y otro miembro del personal. Cuando Silvia relató lo que sucedía en el cuarto con el olor intenso a amoníaco, se miraron entre ellos y permanecieron impasibles, ni una mueca, ni un gesto, solamente se cruzaron las miradas y luego ambos miraron a Silvia displicentemente. Uno de ellos le dijo que no sabía cuál era el motivo por el que ella sentía ese olor pero que el hotel ponía a su disposición otro cuarto si ella lo encontraba molesto y deseaba cambiarse.


Así hizo. Subió y recogió sus pertenencias y el botones las trasladó al cuarto contiguo, no sin antes comprobar que allí no había ni rastro del olor que ella había sentido.


Una vez en el nuevo cuarto, se puso el pijama de nuevo y, transcurridos unos diez minutos, Silvia volvió a sentir un intenso olor a amoníaco o a algún producto muy parecido. Por sus estudios y profesión sabía de las aplicaciones del amoníaco a la refrigeración natural, por lo que solo podría ser una fuga en el minúsculo frigorífico o en el aire acondicionado, en este caso, el primero ya lo había descartado y luego el segundo, porque le habían informado en recepción que no se utilizaba más que dos meses al año, en verano. Y lo que estaba en funcionamiento ahora era el sistema de calefacción central con los usuales radiadores de hierro fundido.


Quería creer que todo tenía una explicación e insistió abriendo el pequeño frigorífico de nuevo, comprobando que ni siquiera estaba enchufado a la corriente, ni su interior tenía ese olor tan característico como para no advertirlo. Se tranquilizó porque parecía que el olor que había sentido había rebajado su intensidad y decidió acostarse a descansar y olvidarse del tema que le hacía perder su valioso tiempo de sueño reparador. Apagó las luces y se acomodó en su postura favorita, cubriéndose con el edredón hasta la cabeza, dejando parte del cabello fuera.


A los pocos minutos, y a punto de sumergirse en el mundo de los sueños, sintió que caía sobre su cuerpo, otro cuerpo muy pesado que apenas la dejaba respirar. Comenzó a rezar con los ojos cerrados y los dientes apretados mientras sentía unos extraños jadeos, babas pegajosas que le mojaban el rostro al empapar y traspasar la funda del edredón que estaba en contacto con su piel. Sentía calor y un nauseabundo olor sobre su cabello, que había quedado, en parte, al descubierto. Sentía que se ahogaba mientras rezaba, no podía gritar y pedía a Dios que se acabase esa terrible angustia.


Al día siguiente debió quedarse dormida tras la pesadilla pues no llegó a tiempo a la reunión. Extrañado, uno de los integrantes de la comisión, en un descanso, la llamó con su teléfono móvil pero no contestó a la llamada. Telefoneó entonces al hotel y solicitó que subiesen a su habitación para comprobar si estaba bien. Tras varios intentos sin obtener respuesta decidieron utilizar la llave maestra y entrar.


¡Se quedaron horrorizados! La imagen que tenían ante sí era dantesca. Los dos empleados se miraron uno al otro con una complicidad impropia y el terror reflejado en sus rostros.


De Silvia quedaba en la cama la huella quemada de su cuerpo acostado en posición fetal, con lo que había sido su columna haciendo una ligera curva hacia delante y lo que sugerían unas rodillas recogidas y los brazos extendidos hacia el frente. Pero lo que más les impactó fue el hundimiento de la cama bajo sus calcinados restos como si su frágil cuerpo hubiese pesado más de cien kilos.


En la prensa apareció, al día siguiente, una pequeña nota del suceso: Muerte accidental de una mujer por inhalación tóxica en un hotel de nuestra ciudad.





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